Pablo Etchevers Jorge González
Para muchos, Carlos Monzón fue el más grande boxeador de todos los tiempos. Santafesino de origen, supo ganarse el afecto de todo el pueblo argentino. |
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En la avenida Costanera se encuentra uno de los monumentos más llamativos y curiosos de la ciudad: un boxeador que mira al cielo con sus puños en alto iluminado por la gloria eterna.
Quienes lo conocieron personalmente dicen que fue un grande, tanto dentro como fuera del ring, y que tuvo actitudes de grandeza para con los suyos y desconocidos que lo elevaron a la extraña categoría de ídolo popular, título reservado solo para algunos hombres afortunados.
Una historia como tantas otras
Sus padres, Amalia Ledesma y Roque Monzón, tuvieron un varón el 7 de agosto de 1942, al cual bautizaron con el nombre de Carlos. Carlitos vivió sus primeros años de vida en la localidad santafesina de San Javier, rodeado de pobreza y grandes privaciones.
Desde muy chico tuvo la necesidad de trabajar para ayudar a sus padres y esto hizo que sus primeros oficios fueran aquellos en los que podía encontrar dinero rápido:
sodero, lechero, albañil o diariero. Aprendió las leyes y códigos de la calle, aquellos que permiten sobrevivir a los más débiles.
Así empezó a boxear mientras que los chicos de su edad estudiaban o se reunían para jugar en algún parque o cancha de fútbol santafesina. |
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En el camino
Buscando un rumbo en la vida y tratando de darle una profesión a lo que ya había aprendido a hacer, Carlos Monzón comenzó a recorrer gimnasios dentro del pugilismo para hacerse un deportista en la materia.
Tuvo diversos representantes y emprendió un camino profesional que lo llevó a ser parte de la categoría medianos con un peso promedio de 64 kilos. Disputó su primera pelea en su ciudad. Su estilo callejero le daba satisfacciones pero también importantes cortes. Fue, por esas casualidades del destino y luego de tener diferencias con sus managers de entonces, cuando conoció a Amílcar Brusa.
Su entrenador y amigo
“La dupla perfecta”, bautizaron algunos la relación que se estableció entre Carlos Monzón, el pupilo, y Amílcar Brusa, su maestro. Desde que se conocieron, su relación fue excelente.
Carlos no solo aprendió a boxear como un verdadero profesional, sino que la enseñanza recibida logró incluso llegar hasta los aspectos más rutinarios de su vida: su sociabilidad.
Lejos comenzaron a quedar los tiempos de las peleas callejeras y las piñas fáciles. El pequeño hombre que había sobrevivido toda su vida a golpes de puño se calzó los guantes y logró convertirse en un verdadero deportista profesional sin haber perdido su hambre de gloria y, por supuesto, su rabia al boxear. Tito Lectoure, su representante, sería quien le daría oportunidades internacionales y Carlos no las desaprovechó.
Su rabia y su coraje lo llevarían a alzarse con la corona de Campeón del Mundo una noche en Roma, cuando por KO en el duodécimo round y después de una feroz paliza, logró que desde el rincón de Nino Benvenuti arrojaran la toalla blanca dando por terminada una de las peleas más grandes de la historia del boxeo. |
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Monumento a un grande
Quizá debajo del ring no tuvo la suerte de encontrar los mismos amigos y consejeros que sí tuvo arriba. Sin embargo, nadie puede juzgarlo. Su vida fue, al igual que su boxeo, una verdadera obra de arte. Basta con pasar frente a su monumento para recordarlo, intentando siempre que no se nos caiga una lágrima. |
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Carlos Monzón tuvo 14 defensas exitosas por el título de Campeón Mundial. Su retiro fue anunciado el 29 de agosto de 1977. Su pelea más recordada fue el 7 de noviembre de 1970, cuando conquistó la Corona Mundial en Roma, nada menos que frente a Nino Benvenuti, un rival que parecía invencible y que el santafesino venció por KO en el round 12.
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