Muy cerca del centro, sobre una de las bardas cercanas al aeródromo, se tiene una idea clara de la extensión de la ciudad y se toma contacto con el clima de la zona, siempre ventoso.
Llegar hasta el mirador depende de nuestras ganas y tiempo. En bicicleta, en auto o caminando, es uno de los paseos preferidos por quienes visitan
la ciudad ya que allí se respira su aire y se siente el silencio de la inmensidad de la meseta patagónica. Nosotros accedimos al lugar en nuestro auto y estacionamos en la misma zona aplanada de la barda. En seguida sentimos el viento en la cara, característica de la zona que no depende del momento del año o del día. Una escalinata natural permite ir ascendiendo hacia la roca principal. Los peldaños de piedra están apoyados los unos sobre los otros y hay que fijarse por donde se pisa. Una vez en la parte alta, el paisaje es fantástico y el ángulo de visión es tan amplio que hay que ir moviéndose constantemente para sacar fotografías y contemplar el entorno en 360°. Como habíamos dado una vuelta por la ciudad, nos entretuvimos tratando de ubicar los lugares ya conocidos mientras apreciamos la cuadrícula de la ciudad con manzanas y calles amplias, propia de un pueblo que desea vivir en calma. Se ve poca vegetación y los árboles de las calles parecen ir progresando de a poco.
Desde esas alturas notamos el silencio del pueblo, ya que no había casi movimiento vehicular y solo se veían algunas oleadas de tierra que seguía el sentido del viento. Sin habérnoslo propuesto, fuimos al mirador cuando caía la tarde y eso agregó magia a nuestro paseo. En verano, cuando la temperatura lo permite, es un lugar indicado para quedarse a contemplar el fin del día, cuando el sol se esconde definitivamente detrás del horizonte. O quizá, para los más madrugadores, el lugar donde se aprecia la salida del sol acompañados por unos ricos mates. Al regresar del mirador confirmamos que siempre que realizamos estas experiencias lo más bello la naturaleza nos los brinda en forma libre, gratuita, y luego no se olvida.