Se repite el cuento. Su llegada al Río de la Plata también fue controvertida. El bandoneón es la historia de un fracaso que nació en Alemania y terminó en los arrabales porteños.
Fue creado por Hermann Ulgh en 1835, con el objetivo de difundir la música sacra en lugares abiertos y para reemplazar a los órganos. Pero no resultó. Después de décadas, un fabricante vendió estos instrumentos con las iniciales AA, que más tarde pasaron a ser Vertagh Heinrich Band, armados en el taller Band Union. Este taller dio origen a sus sucesivos nombres: bandunion, bandonion y finalmente bandoneón.
El que introdujo al país este sacro instrumento por el año 1862 fue Sebastián Ramos Mejía, un negro que guiaba una yunta de caballos en la Transwald y que se enganchaba a tocar en cafetines de mala muerte.
Será por eso que el bandoneón le imprime al tango algo de liturgia y de su clima severo.
Es tan particular que sus posibilidades expresivas permiten de la tonalidad alta del clarinete hasta el clavicordio.
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Curiosamente, la mayoría de los arregladores de tango han sido bandoneonistas. Los que en un principio menos sabían del género pasaron a ser los más conocedores, quizás porque el bandonéon encierra una pequeña orquesta en sí mismo.
Oscar Zucchi, autor de una obra sobre la evolución del tango a través de sus grandes bandoneones, considera que de los maestros, el más virtuoso fue Roberto Di Filippo, además de destacar a Eduardo Arolas, Pedro Maffia, Pedro Laurenz, Aníbal Troilo, Leopoldo Federico, como otros eximios creadores. También sorprendieron como solistas Federico Scorticati, Armando Blasco y Gabriel Clausi. Y no deja de mencionar a Astor Piazolla, que marcó su singular impronta en la historia del bandoneón como instrumento del tango.