Tras los muros de estas
estancias cordobesas se encierran siglos de la historia colonial de nuestro país. Construidas entre los años 1616 y 1725 por los
jesuitas, surgieron para sustentar económicamente su obra evangelizadora en la región.
La
Compañía de Jesús había sentado sus bases en lo que hoy conocemos como la
Manzana Jesuítica en la
ciudad de Córdoba. Allí se erigieron la
Iglesia de la Compañía, el Colegio Máximo y el Convictorio, donde en la actualidad funcionan la
Universidad Nacional de Córdoba y el
Colegio Nacional de Monserrat.
Desde hace más de 400 años, sus aulas y claustros albergan a estudiantes venidos de distintos lugares en busca de conocimiento, que se respira en todo su ambiente y su arquitectura. Su construcción, dirigida por los misioneros y realizada por miles de aborígenes que aprendieron el oficio de albañiles, artistas orfebres, ebanistas y herreros, todavía puede apreciarse intacta en las bóvedas y retablos de la Compañía y la Iglesia Doméstica. En ellas se refleja un estilo único y singular, objeto de estudio de los expertos por la fusión del arte nativo con el barroco europeo.
Pero para que la misión evangelizadora y educadora pensada por
San Ignacio de Loyola pudiera concretarse, necesitaban generar sus propios recursos. Fue así que entre los siglos XVII y principios del XVIII, la orden ignaciana, para lograr el mantenimiento de la
Manzana Jesuítica, adquirió o construyó seis estancias en la región serrana:
Caroya (1616),
Jesús María (1618),
Santa Catalina (1622),
Alta Gracia (1643),
La Candelaria (1683) y
San Ignacio (1725). Esta última, ya desaparecida, estaba ubicada en la zona de
Calamuchita.