Cariló es uno de los balnearios más bellos que tiene la costa atlántica. Allí, el hombre encontró la forma de hermanar al bosque con el mar, y una sabia arquitectura se encargó de edificar sueños sin alterar el crecimiento de los pinares, que desde sus copas vigilan la paz del bosque y el sabroso humo de piñas y leños de las chimeneas cuando llega la noche.
Tres cuentos y diez poemas
Fanático de Hemingway y de su literatura, apenas me enteré de que uno de los balnearios de Cariló llevaba su nombre, mi inquietud por conocerlo se transformó en una verdadera obsesión que me llevó dos veces al mismo lugar.
La primera fue en octubre quizás noviembre, no recuerdo bien, pero evidentemente estábamos fuera de la temporada de verano. Se observaban a la luz del día todos los indicios de los preparativos típicos del verano y la expectativa de una multitud de gente que vendría de todos lados.
Y aunque el lugar funciona todo el año, por momentos parecía que le faltaba algo. Para decirlo de otro modo, era como si algo estuviera escrito y el visitante debía encontrar donde. Y busqué por más de una hora, subí las blancas escaleras de madera una y otra vez, las bajé, y mire el horizonte por los cuatro cuadrantes, y sólo había arena, mar, bosque. Busqué por encima de los techos de paja, dentro de alguno de los varios cafés para apaciguar la espera, pero nada.
El lugar lucía bello aunque muy solitario. Me hizo acordar al momento en que el personaje del “viejo” en el libro “El viejo y el Mar” había dejado la playa hacía meses en busca de una exitosa pesca en las aguas cálidas de la corriente del Golfo en el mar Caribe, y que en “el bar de sus pecados” -como dice el cantante Joaquín Sabina- lo esperaban ansiosos y angustiados sus amigos pescadores porque se había retrasado mucho tiempo y temían lo peor.
Así lucía el balneario, con sus extensas playas desoladas y con apenas una decena de turistas que disfrutaban de la paz del mar, de sus vientos embroncados y del sol, que era sólo para ellos.
En el interior del lugar, unas redes de pesca colgaban de la pared principal junto a un inmenso pez espada blanco, un par de cuadros de faros, playas y pescadores. Y la nostalgia ganó la partida a tal punto que, mimetizado con el lugar, clavé la mirada en un punto del mar a ver si descubría el gastado bote de madera del viejo. Y así esperé, hasta que me di cuenta de que era mejor volver en temporada. Quizás el viejo pensaba lo mismo mar adentro.
París era una fiesta
Desde temprano, miles de personas comenzaban a merodear las playas del balneario y lentamente iban mimetizando con las sofisticadas sillas, sombrillas, carpas y sillones que posee el parador para todos los gustos. Por lo general, son turistas que ya han pasado los cuarenta, pero también se cuentan adolescentes entre sus fanáticos seguidores.
El ritual consiste en levantarse temprano para disfrutar de la playa y de la tranquilidad del mar bien de mañana extendiendo la estadía hasta que llega el ocaso y los primeros fríos que anuncian la llegada de la noche.
Desayunos de frutas, cafés con leche y licuados de banana van ganando la mañana hasta que son reemplazados por las minutas típicas del verano, como las majestuosas rabas, y por algunos tragos largos que se imponen cuando el reloj se acerca a la hora 12. La tarde sorprende a todos con licuados de frutas, hamburguesas, ensaladas y algún vodka o ron, que sirven para comenzar a pensar en la noche pinamarense.
Familias enteras entran y salen del agua, juegan en la arena o descansan dentro de las carpas sin pensar en las horas, mientras los más chicos hacen sus primeros castillos en la arena o remontan en el aire algún barrilete de verano.
La playa estaba llena y no se comparaba con mi primera visita. Buscar al viejo mirando el mar entre los miles de bañistas ya no tenía sentido porque, no sólo resulta imposible, sino que, tal como lo contaba Hemingway en su libro, el viejo jamás vendría sabiendo que había tanta gente en la playa. Lo único que me quedaba era preguntar si había regresado en diciembre y así lo hice, pero nadie entendía de qué hablaba. Esta vez no fueron cafés los que apaciguarían la espera sino los daiquiris, que son la especialidad de la casa. Los de frutilla, durazno, kiwi o melón están entre los preferidos de los turistas.
Por quién doblan las campanas
Y fue ahí cuando, luego de estar sentado solo mirando el mar descubriendo los códigos de la naturaleza y de los hombres en vacaciones, una hermosa joven que actúa todas las temporadas de moza me acercó la carta del parador.
Al abrirla comprendí enseguida que el viejo había vuelto. Sano y salvo como querían sus amigos pescadores. Y que al igual que en el libro, elegiría descansar toda la temporada para recuperarse hasta que el mar vuelva a enfriarse y pasen a kilómetros las corrientes cálidas.
“Ensalada Hemingway” ordené sin dudarlo, una exquisitez con choclo, champiñones, blanco de ave, chauchas, arroz azafranado, palmitos y queso parmesano. Acompañada por un exquisito champagne bien helado.
Me retiré casi de noche, cuando ya algunas estrellas reflejaban sus destellos en el agua, prometiendo volver nuevamente al balneario pero esta vez antes del invierno. Cuando las tormentas, el viento, el mar, los pescadores y los escritores encuentran en Hemingway su propio lugar en el mundo, incluidos sus silencios.
Porque como tituló el genial escritor a otro de sus inigualables libros, en Cariló y en temporada….“Ahora brilla el sol”...