Amaicha del Valle es desde hace unos años la joya de los valles calchaquíes. En ella, aún hoy, es posible interactuar con una de las comunidades indígenas más puras del país.
Trescientos sesenta días de sol. Allí, nunca llueve; es más, hay quienes jamás han visto siquiera llover en serio. En Amaicha del Valle, aseguran sus pobladores, “el sol siempre está”. Este bello poblado, que forma parte de los valles calchaquíes tucumanos, posee uno de los climas más benignos del mundo, con 360 días calendario de sol asegurado para sus visitantes.
En esta pequeña pero coqueta población sobrevive una de las comunidades indígenas más antiguas e importantes del Noroeste argentino.
Hoy, sus pobladores se han dedicado tanto a actividades ancestrales que pasaron de generación en generación y los ligaron a la tierra, o bien a desarrollar productos artesanales como cerámicas, telares, vinos, quesos y alfajores para ser ofrecidos a los turistas que andan de paso por el lugar.
Tal es el apego de estos pobladores a su lugar de origen, que allí todos los años se festeja la tradicional fiesta de La Pachamama (Homenaje a la Madre Tierra), que se lleva a cabo en febrero. La fiesta congrega a miles de lugareños venidos de los alrededores de Amaicha y de todo el valle para formar parte de los festejos que incluyen cantos de bagualas, copleras y hasta el homenaje a la más vieja de las ancianas, la cual debe desfilar ante todos los presentes mostrando su vitalidad.
Un museo ejemplar
Además de los ríos, cañadones y montañas, apenas se entra a la ciudad lo que más impacta es el museo local, que sobresale del resto de las construcciones chatas y deja ver arte por cualquier rincón que se lo mire. No es otro que el Museo de la Pachamama, monumental proyecto en piedra que a simple vista parece querer decir infinitas cosas, entre las que se destacan rescatar la historia del lugar y sus alrededores, las creencias populares, las visiones de la geología, la antropología y el arte, además de una determinada visión del mundo que el visitante debe interpretar por sí solo o con alguno de los guías o autoridades que tiene el museo.
El artista Héctor Cruz, que es descendiente de las etnias que habitaron por milenios este valle, pudo plasmar en el museo parte de su cultura, la cual ha sido retratada de manera brillante en piedra, metales y hasta formas fuera de lo convencional que por momentos parecieran de otro planeta.
Enormes patios, extrañas construcciones y más extraños dibujos nos muestran una visión distinta del mundo al que estamos acostumbrados y que dan cuenta de la cultura que tenían quienes habitaron el valle calchaquí. El museo se completa con una sala dedicada a la Geología y otra a las Ciencias Naturales, más otras dos donde sobresalen las pinturas y esculturas pertenecientes a este legado cultural indígena, el cual cautiva al visitante mientras recorre los patios, murales y enormes esculturas.