Un vuelo en parapente, por la zona de El Bolsón, se transforma en una experiencia inolvidable. Suspendidos en el aire, emulamos el vuelo de las aves.
La belleza indómita de El Bolsón me persuadió lo suficiente como para animarme a apreciarla desde el aire. Seguramente un vuelo en parapente saciaría mi sed de querer conocer los rincones más recónditos de la “comarca andina del paralelo 42”.
Un tiempo atrás había leído una frase de Leonardo Da Vinci: “Una vez que hayas probado el vuelo, caminarás sobre la tierra con la mirada levantada hacia el cielo, porque ya has estado allí y quieres volver.” Esta premisa imperativa y las ganas de concretar mi anhelo, hicieron que me pusiera en contacto con Ricardo Miloro, quien desde hace años desarrolla esta actividad en la región.
Lo que más me animaba, era escuchar los relatos de personas que habían vivido tal experiencia. “Es como estar suspendido en el aire”–había oído alguna vez. “Una sensación de paz y libertad inigualable” –sostenían otros.
Lo cierto es que a las 14.30 me encontré dispuesto a hacer realidad aquel sueño ancestral de volar como las aves. El escenario, nada más y nada menos que el cerro Piltriquitrón (2260 m.s.n.m.), toda una masa concreta de roca que realza la vivaz imagen de El Bolsón.
Mientras ascendíamos hasta la pampa de despegue, ubicada a los 1150 metros sobre el nivel del mar, Ricardo –un profesional en la materia– se encargaba de calmar mi ansiedad.
Aprendí que Piltriquitrón en voz mapuche significa “cerro colgado de las nubes”, nada más adecuado para esa mole que, silenciosa, me dejaba conquistarla.
Ricardo Miloro lleva once años realizando esta actividad, considerada por muchos como turismo de aventura, y siete de ellos realizando vuelos biplaza. Conocedor de otras latitudes donde se desarrolla el parapentismo, como Córdoba, Mendoza, Tucumán o La Rioja, asegura sin titubeos que “el mejor lugar para volar en parapente es El Bolsón”.
“Las térmicas en este sector son muy abundantes, sobre todo pasada la hora del mediodía, y los vientos casi constantes del mismo cuadrante hacen que sea fácil volar –como si fuera de memoria”–, sostiene el intrépido parapentista.
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En la “pampita” desplegamos el equipo: la vela homologada, una “silla” donde se sienta el pasajero una vez que está en el aire, los cascos, y el “mono” de vuelo, una especie de mameluco que protege nuestra ropa al momento de aterrizar.
Una vez que estuvo todo dispuesto, hice caso a lo que el instructor me indicó para que tuviera un despegue exitoso.
Mientras esperábamos una brisa propicia que nos remontara, observé la comarca andina desde esa altura. Es llamativo ver como semejante perspectiva hace del sitio un lugar sencillo, eternamente lento y silencioso.
Cortando la inspiración, el viento patagónico hizo de las suyas, y a la voz de mando de Ricardo comencé a correr para desplegar bien la vela, y así tomar altura.
¡Es-pec-ta-cu-larrrrrrr! En menos de lo pensado estaba volando. Ricardo acomodó la silla para que me sentara y comenzara a disfrutar de la vertiginosa vista.
Luego de virar varias veces, tomando térmicas ascendentes, llegamos casi hasta los dos mil metros, donde pude apreciar los lagos Puelo, Epuyen, y los cerros Tronador, Lindo y Perito Moreno, además del imponente cordón montañoso de la cordillera de los Andes como telón de fondo.
Abajo, todo el esplendor de El Bolsón parecía desprender un brillo especial. El ritmo de los vehículos anacrónicos que transitaban por las calles de la comarca, hacía que parecieran miniaturas de colección, empujados por un gigante invisible.
Más lejos observé el verde intenso de El Hoyo, el barrio Buenos Aires Chico, y los milenarios álamos de la zona de Lago Puelo.
La perspectiva es única, todo es contemplación; sólo hay que animarse a vivirla, a sentirla, a querer ser protagonista.
Ricardo me llevó a lo largo y a lo ancho del interminable valle. Una leve brisa acarició nuestras sienes y, cómplices, sonreímos por el placer que nos daba estar suspendidos en el cielo.
Transcurridos veinte minutos de vuelo, durante los cuales no paré de tomar fotografías con la cámara digital, comenzamos el descenso.
Paulatinamente fuimos perdiendo altura. El bullicio citadino comenzó a sentirse en el ambiente y, casi sin darnos cuenta, estábamos tocando tierra firme.
Culminé el vuelo totalmente extasiado. La felicidad por el momento vivido se trasmitía en mi rostro. Comprobé que volar en parapente es una confluencia de sensaciones: paz, libertad, vértigo, adrenalina, son sólo algunas de ellas. Otras, ligadas seguramente con el alma, son inexplicables con palabras.