Al ingresar al Paseo del Bosque, una sensación extraña se apodera de nosotros. Por un instante pareciéramos estar viviendo una película que se comienza a proyectar apenas nos acercamos al lago.
Aun para aquellos que no hayan tenido la oportunidad de viajar al viejo continente, pararse a la orilla de este hermoso lago guarda el encanto del mejor cuadro londinense; tan solo hay que estar allí para entenderlo. Las callejuelas que lo bordean, de prolijos adoquines, invitan a recorrerlo y a desear que el instante dure para siempre; y si son las primeras horas del día y encima hay niebla, no existen dudas: estamos en Londres, pero seguimos en la ciudad de La Plata.
El lago fue inaugurado en 1904 y participó en su construcción un grupo de pacientes de un neuropsiquiátrico aledaño, lo cual originó que las voces urbanas bautizaran en sus primeros tiempos el lugar como “el lago de los locos”.
Sin embargo, desde su creación el lugar se convirtió en el sitio ideal para pasar una tarde en familia o con amigos. Mate en mano, es posible disfrutar de la tranquilidad que nos regala la ciudad de La Plata a la hora de la siesta.
El corazón del bosque
Este paseo es la opción ideal para los amantes de la vida al aire libre, ya que posee embarcadero propio para alquilar botes y acuaciclos, pero tampoco resulta despreciable una recorrida a pie o en bicicleta.
Los más jóvenes suelen darse cita en la gruta ubicada en uno de los extremos del estanque. Allí, los recovecos y escalinatas ensamblan de forma perfecta con la ansiada libertad de la adolescencia, lo cual atrae la presencia de cientos de jóvenes, sobre todo de parejas recién formadas.
De su cueva superior cae una cascada que alimenta el lago y es, con seguridad, una de las imágenes preferidas por quienes visitan La Plata por primera vez. Desde hace décadas se ha convertido en uno de los mayores íconos de la ciudad, junto a la catedral y a otros puntos de referencia.
El lago termina en un canal cruzado por un puente de estilo rococó. Al margen de éste, aparece el anfiteatro Martín Fierro, uno de los preferidos durante el verano por la calidad de los espectáculos que brinda a la luz de las estrellas y la luna.
Romeo y Julieta
Para los enamoradizos, una vuelta por la pérgola resulta lo más adecuado. A su alrededor se bifurcan calles estrechas adornadas con maceteros de mármol y allí el aroma se vuelve otro, nos cambia también a nosotros, nos transforma por completo.
El colorido de los botes nos hipnotiza y resulta imposible no salir corriendo a bambolearse al ritmo de unos remos gastados que ya no quieren despegarse del agua.
En tierra firme, sobre la avenida Iraola, desde cuyo frente el lago regala su mejor rostro, la campana del carro de pochoclos se confunde con el graznido de unos gansos silvestres que viven en el lugar.
Entre las palmeras que rodean el espejo de agua, se cuelan los últimos rayos de sol que van a morir en la calma chicha de la laguna. Y así disminuye la temperatura del ambiente para dar paso a la oscuridad de la noche y comienzan a iluminarse algunos farolitos en la ciudad de Londres. Perdón, en La Plata.