En la Reserva Natural Quebrada de los Cóndores nos aproximamos al desafiante vuelo de estas majestuosas aves, dejándonos sorprender por la armonía del paisaje y la amabilidad de la gente de la zona.
Los primeros rayos del alba se asoman en el horizonte. A gran velocidad salimos de la capital de La Rioja. Dejamos atrás la Ruta Nac. Nº 38 y empalmamos la Ruta Pcial. Nº 26 hasta la localidad de Tama. Del brillo del lucero sólo quedan algunos vestigios y ya en el amanecer mismo irrumpen ante nuestra mirada los llanos riojanos, aquellos que vieron nacer a Facundo Quiroga, de ahí que a este caudillo devenido en mito se lo conoció con el apodo de “el tigre de los llanos”.
Tomamos un camino de ripio consolidado que nos conduce hasta Pacatala. La ansiedad por llegar hasta el cordón de la Sierra de los Quinteros, donde se encuentra la Reserva Natural Quebrada de los Cóndores, el lugar donde comienza nuestra travesía, es contenida por Álvaro –nuestro guía– que con su simpatía y conocimientos sobre botánica nos describe con notable exactitud los ejemplares que se van sucediendo.
Pasamos frente a la “lagunita”, un pequeño espejo de agua rodeado por rocas de granito negro, rosado y gris utilizado como bebedero por muchos corderos, ovejas y cabritos. El zigzagueante camino asciende con una suavidad milimétrica hasta llegar a una extensa meseta.
Entre gigantescas rocas y jarillas se yerguen tupidos ejemplares de algarrobos, quebrachos, chañares y molles, propios de las zonas áridas.
A lo lejos se divisan algunos lugareños a caballo acompañados de sus fieles perros que los ayudan en la labor de arrear el ganado caprino.
Con el sol a media mañana llegamos al puesto rural Santa Cruz de la Sierra, base de la Reserva Natural donde además de alojamiento, cabalgatas, y una espectacular saliente montañosa hacia la morada de los cóndores, se ofrece la casi silenciosa y cálida cordialidad de la gente de campo –nuestros anfitriones– que habitan en el tranquilo paraje.
El mirador de los cóndores
Mientras se ensillaban los caballos, aprovechamos para degustar un riquísimo café de filtro acompañado con pan y dulces caseros.
A pesar de nuestra llegada las labores cotidianas no son dejadas de lado. Por todos los rincones del puesto, los peones se encargan de darle de comer a las gallinas, recoger agua de los manantiales, sacar a pastar a los cabritos o juntar frutas por los alrededores. Como tenemos tiempo nos disponemos a ayudarlos con alguna labor. Silenciosos se sonríen, hombres de pocas palabras y sumamente respetuosos, nos enseñan.
“Don Álvaro, los pingos están listos…” dijo uno de los laboriosos peones, haciendo referencia a que había terminado de ensillar los caballos y que nuestra travesía debía continuar.
Nos vamos por un sendero de montaña. La cabalgata de 6 km es intensa, pasamos entre enormes conformaciones pétreas y cruzamos vertientes de agua que se multiplican por doquier.
Es importante llevar los caballos con las riendas flojas, para que puedan ver el camino. Llega un momento en el que no hay terreno llano y debemos descender de los equinos para continuar la marcha.
Pronto nos encontramos al filo de una gran meseta. Desde un balcón natural aguardamos la llegada de los cóndores.
Uno de los peones que nos acompañó en la travesía puso sobre una roca una campera color rojo y casi automáticamente comenzaron a aparecer detrás de las montañas las figuras desafiantes de los cóndores.
Pronto estábamos rodeados por una docena de ellos, que giraban a nuestro alrededor.
Tomamos conciencia de su tamaño cuando uno, en un vuelo rasante se aproximó en cámara lenta al lugar donde estábamos nosotros: tres metros y medio con las alas extendidas.
Álvaro nos cuenta algunos de los hábitos más significativos de estas majestuosas aves que imponen su presencia desde lo alto. “Es un animal que forma pareja de por vida y, según la tradición, cuando uno de ellos muere, el otro remonta vuelo y se suicida arrojándose en picada, hasta estrellarse contra el piso o las rocas de la montaña. Desarrolla una velocidad de 150 km/h y es puramente carroñero”.
Azorados al conocer su hábito suicida, contemplamos junto al precipicio el audaz planeo de los cóndores que parecen suspendidos en el aire. Luego de estudiarnos, se incorporan en su vuelo y en bandada se alejan.
Quedamos estupefactos por el espectáculo vivido, interiormente sabemos que es poco probable volver a estar tan cerca de ellos, pero nos consuela al menos cerrar los ojos y apelar a la memoria para retener esa imagen suspendida en la diafanidad del cielo, sinónimo de libertad.
Totalmente maravillados regresamos al puesto de Santa Cruz de la Sierra y para nuestra sorpresa somos agasajados a las cuatro de la tarde con un exquisito cabrito asado en el horno de barro. El sabroso aroma no nos hace ni dudar y mientras contamos las anécdotas vividas a la familia de la Vega, nos disponemos con cierto decoro a comer el humeante banquete.
Luego de la sobremesa nos despedimos de todos. Los besos y los abrazos fraternales se apoderan del tiempo.
Comenzamos a desandar el camino para volver a La Rioja. Sentimos que una intensa mirada nos acompaña en el trayecto. Miramos hacia el cielo y a lo lejos divisamos un punto negro suspendido en el aire. Es la figura del cóndor que desde las alturas nos escolta, asegurándose de que partimos una vez más a la ciudad.