Barrancos de piedras blancas, playas de arena y acantilados forman parte de un circuito náutico con puertos naturales a los que accedimos gracias a una navegación única.
Quien haya experimentado alguna vez la navegación en velero podrá leer este comentario y revivir esa sensación de serenidad que da deslizarse sobre la superficie del agua mientras se escucha el silencio.
Al igual que en temporadas anteriores, varios amigos habíamos elegido Villa La Angostura como destino de nuestras vacaciones para volver a sorprendernos con sus parajes. Al llegar, nos alegró encontrar a unos compañeros de la facultad que coincidían en gustos y necesidades con nuestro grupo.
Ellos, habituales timoneles y conocedores de la zona, habían alquilado una embarcación por toda la semana a un operador local de servicios. Aceptamos su invitación para compartir una salida de dos días con noche incluida.
El velero, de nombre Bora, estaba amarrado en Bahía Manzano, lugar reparado de los vientos y que habitualmente es un punto de encuentro de amantes de la navegación en todas sus formas.
Nos reunimos en el muelle a la hora prefijada, se hicieron las presentaciones y ahí empezó todo. Nuestros amigos hicieron los aprontes previos a una salida: velas, distribución de los pesos de nuestras cosas personales, aviso de nuestra salida en el parador, etc. Partimos...
Lentamente fuimos avanzando y dejamos la costa atrás. Sólo una brisa se hacía sentir sobre la cara, nada de frío y todo por delante para disfrutar de la experiencia. Los navegantes se sentían a sus anchas desplegando velas, pasando de un costado al otro del velero, y “trabajaban” casi en silencio esas primeras maniobras.
Al enfrentar la Colina del Manzano, el viento del oeste que corría en el lago se hizo sentir aun dentro de la bahía, pero las condiciones seguían siendo buenas. Al fin la inmensidad del lago Nahuel Huapi se mostró en toda su magnificencia.
Mirarse al espejo en el agua
Sentir el viento en la cara mientras navegábamos por en medio del lago fue conmovedor. Para los más novatos, era un premio impensado y supimos sacarle el jugo al máximo.
Rodeamos parte de la isla Victoria mientras descubríamos sus distintos tipos de playas, fiordos, acantilados y el sonido de las aves dentro de la zona boscosa. ¡Indescriptible!
Pusimos proa a la playa Piedras Blancas, en la costa de esa isla. Su bahía era inconfundible y a lo lejos parecía una playa caribeña, con aguas de un color azul verdoso increíble.
Al atardecer armamos carpa en la playa, un fuego entre los piedras y nos dispusimos a cenar lo que habíamos llevado. Después, tirados cara al cielo, mientras dábamos cuenta de un exquisito vino y contábamos las estrellas, la charla distendida dio lugar a relatar nuestras historias personales.
Nos sentíamos insignificantes dentro de ese cosmos maravilloso y una luna finita pero brillante acompañó el momento. Nos despertamos a la mañana siguiente con el sonido del agua que llegaba a la playa haciendo pequeñas olas. Continuamos la marcha para descubrir otros rincones durante el día.
Al dejar atrás la isla Victoria, pudimos ver unas enormes rocas rojas, pero realmente rojas; descubrimos la playa Lynch y, cruzando el lago, el bosque de arrayanes.
Los “dueños de casa” nos hicieron experimentar sus anteriores andanzas de navegación: un paseo por el Brazo Huemul donde las casas particulares son increíbles y sólo se accede por agua. Otra salida hacia la playa Chabol en el Brazo Machete; las reservas de huemules donde es posible ver alguno si se hace silencio y se tiene paciencia.
A esa altura tomamos conciencia de lo que nos estábamos perdiendo por no conocer todo lo que ofrecía Villa La Angostura: zonas inexploradas a las que se llega por agua y son imperdibles para todo aquel que sepa conducir un velero o un semirrígido.
La pesca tuvo un pequeño lugar en nuestra excursión. Algunos hicieron intentos de tener la caña en la mano y realizar los clásicos movimientos. “¡Ahí picó una!” Lo escuchamos sólo dos veces, pero no pudimos sacarlas.
En varias ocasiones dejamos que nuestra mente se perdiera en la inmensidad. Los colores del atardecer fueron cambiando hacia los dorados y el horizonte pareció desdibujarse como si hubiera un polvillo en el ambiente.
Regresábamos mientras se ponía el sol, veíamos la costa con sus casas y cabañas de enormes ventanales que parecían colgadas del bosque. La amarra ya estaba cerca y con ella la finalización de dos jornadas inolvidables.
Chocamos los jarros de cerveza helada al despedirnos en la confitería del parador y prometimos reencontrarnos para repetir la experiencia.