El recorrido nos lleva entre bosques espesos y un rápido arroyo de montaña; permite conocer rincones imperdibles llevados por ágiles caballos que conocen el suelo.
Nos encontramos en un hermoso bosque de las afueras de la villa para iniciar una cabalgata hacia la cascada Coa-Có. Bajo una sombra amplia esperaban silenciosos una media docena de caballos alazanes de muy buen porte.
Ninguno estaba atado y evidentemente eran muy dóciles, ya que nuestra presencia no los alteró.
Ruidos de cascos y una espesa polvareda nos alertaron de la llegada de otros tantos caballos que serían nuestros “vehículos 4 x 4” por un rato.
Osbel Olate, el guía, se ocupó de preparar las monturas y de asignar a cada uno su animal. Lentamente, sin apuro, cuando todos estuvimos listos salimos en fila india.
La primera parte del trayecto la hicimos atravesando un bosque muy sombrío. El sol apenas pasaba entre las ramas de las viejas especies y sentimos alivio, ya que era verano y hacía calor. Fue un gusto agacharse para esquivar algunas ramas bajas: su perfume era exquisito.
Fuimos tomando un camino vecinal y las casas quedaron atrás. Todo era silencio excepto ese crujido leve de la montura sobre el animal y nuestros pies sobre los estribos.
Nos dejamos llevar
Vadeamos el arroyo Coa-Có, el camino se fue angostando y marchamos casi en forma paralela al curso de agua. El terreno era muy pedregoso y algo resbaladizo, pero la firmeza del paso de los caballos daba tranquilidad.
Siempre al paso, permitimos que los caballos nos guiaran a través de lugares con desnivel y senderos muy angostos. Sabían dónde tomarse tiempo para avanzar o dónde apoyar sus cascos para avanzar.
Cuando llegamos a la parte alta del arroyo, aparecieron frente a nuestra vista los balcones de madera desde donde se observa la enorme caída de agua del Coa-Có. Percibimos la profundidad del cañadón y la olla que se formaba debajo.
Una enorme superficie de piedra basáltica parecía ser el sostén de la cascada, con un gran desnivel de 25 metros de altura. Supimos que la cantidad de agua dependía de la época del año y del régimen de lluvias y deshielo.
Llegando a destino
A ambos lados del río había mucha vegetación, por el alto grado de humedad del sitio. Los cipreses, con su costumbre de arraigarse a las piedras, acompañaban las orillas.
Descendimos del caballo y nos ubicamos en unos bancos de madera desde donde la visión en 180° permitió que disfrutáramos unos instantes del paisaje y del azul intenso del lago Traful, que podía verse a simple vista.
Consultado Osbel sobre la naciente del arroyo, comentó que varios pequeños hilos de agua emergían de la tierra en forma espontánea cerca del cerro Monje. A su vez, luego de un corto recorrido, llegaba al lago cerca de la zona del puerto.
De regreso, nuestros amigos alazanes también nos cuidaron tomando los recaudos necesarios al trasponer piedras y pasadizos del arroyo. Los despedimos acariciando su lomo y cuello, y nos dedicaron un movimiento de cabeza como respuesta.
Andar en silencio, dejarse llevar a un ritmo muy calmo permitieron que dejáramos atrás nuestros apuros y disfrutáramos de la inteligencia del animal que nos llevaba siempre por buen camino.
Supimos que también se accede a la cascada haciendo trekking por otros senderos del bosque. Simplemente, nuestros caballos minimizaron el esfuerzo.
Nos quedó el sabor de haber disfrutado de la tierra húmeda del bosque, del vaivén sobre la montura y de excelentes imágenes de la naturaleza, toda a nuestra disposición.