Continuamos avanzando. Observamos los cerros que nos circundaban y la imaginación propia nos permitió ver a la India Dormida sobre una de las montañas que se presentó a nuestro paso. Tras unas cuantas curvas, la ruta se transformó en ripio y comenzamos a transitar sobre la cuesta propiamente dicha, llamada así por el adelantado español don Juan de Miranda, quien fue el antiguo dueño de estas tierras. Es una formación geológica diferente, perteneciente al carbonífero-pérmico, donde predomina el óxido de hierro; de ahí proviene su color rojo carmesí. El agua de las recientes lluvias acentuaba el color de la arcilla, que los rayos del mediodía hacía brillar como el fuego. El
transfer se detuvo para que pudiéramos tomar fotografías. Observamos cómo los cactus ya formaban una multitud que parecía bajar del cerro en procesión. Las escarpadas barrancas fueron un gran espectáculo en sí mismas. El camino subió y bajó alternadamente. Los precipicios para este entonces superaban los trescientos metros.
Finalmente, llegamos al punto más alto de nuestra travesía. Frenamos en el mirador conocido como Bordo Atravesado, ubicado a los 2.020 m.s.n.m. A lo lejos alcanzamos a ver los grandes paredones del Parque Nacional Talampaya. La vista panorámica se hizo infinita hacia los cuatro puntos cardinales. El viento, amigo invisible en estas latitudes, acarició suavemente nuestra frente mientras observábamos los cientos de formas que poseían las bardas rojizas de la Cuesta de Miranda. Tras aquel espectáculo, comenzamos a desandar nuestra huella. La excursión tomó otro tinte con el cambio de perspectiva. Casi sin darnos cuenta, llegamos al pavimento y luego otra vez a la civilización. Atrás dejamos la Cuesta de Miranda, que espera ansiosa el paso tranquilo de otros turistas que llegarán a ella para conocerla.