Exploramos los alrededores de El Bolsón montados en unos hermosos caballos criollos. Nos acercamos al mirador del valle del río Azul y nos dejamos sorprender por una notable conformación pétrea llamada Cabeza de Indio.
“¿¡Una cabeza de indio!?”– Esa expresión, mezcla de asombro y desconcierto, fue la que manifesté en medio de la sobremesa en el restaurante Jauja, cuando unos turistas recién llegados al local, hablaban de lo fantástico que había sido poder observarla.
Disculpándome por la súbita interrupción de su conversación, y ya con un tono de interrogación, volví a preguntar –“¿Cómo es eso de la cabeza de indio?”.
Sonrientes, los dos alemanes que hablaban un seudocastellano, pero que se hacían entender lo suficiente, lograron explicarme “eso” que tanto llamaba mi atención.
“A escasos kilómetros de aquí, usted podrá observar un perfil indígena esculpido en roca por la madre naturaleza”, –dice gentilmente el turista extranjero, quien con tono amigable continuó explicando el camino para llegar.
Un tanto más sereno luego de la plática, porque a decir verdad se me había cruzado cualquier cosa por la imaginación –menos una conformación pétrea– decidí conocerla, y averiguar si era tan perfecto el contorno del rostro del supuesto aborigen.
Saliéndome de la rutina del trekking, averigüé sobre otras opciones para llegar hasta la región, y la que más me convenció fue la de recorrer la zona montado en un caballo criollo. El camino prometía sinuosos senderos, bosques, miradores, y la “cabeza del indio”, por supuesto.
Rumbo a las montañas
Luego de arreglar los últimos detalles en la agencia de turismo, conocí a Miguel, el joven guía baqueano de tan sólo dieciocho años que se encargaría de llevarme hasta el destino tan esperado.
Bien temprano partimos desde el centro de El Bolsón montados en dos yeguas hermosas, una con pelaje alazán y la otra con pelaje tobiano. La mía se llamaba Lavandina, en referencia a sus manchas blancas. Flojita de boca, y “algo loca” como le decía Miguel, no tardaba un instante en salir al trote una vez que se le dejaban las riendas un tanto sueltas.
Con rumbo oeste, directo por la calle Azcuénaga, cruzamos el puente sobre el río Quemquentreu. Pasamos el barrio Usina y rápidamente tomamos el camino que nos conduciría hasta la Loma del Medio, punto panorámico en la mitad de la excursión.
“Como la ocasión ameritaba, hoy estamos de estreno” –dijo el baqueano, señalando el mandil y el recado que conformaban los austeros aperos de montar. Lo cierto es que para esta clase de cabalgata lo mejor es utilizar este tipo de montura, antes que una silla inglesa, por lo desparejo que se presenta el terreno.
De a poco nos fuimos adentrando en el corazón de una reserva forestal. “El ecosistema que estamos atravesando se denomina “ecotono”, y se da cuando dos ambientes se encuentran en plena transición; en este caso cuando pasamos de la estepa patagónica al bosque valdiviano”– explica el preparado guía, que para esta altura se veía más que compenetrado en su trabajo.
Atravesamos un tupido bosque con coihues, ñires, cipreses y lengas. El silencio, dueño absoluto en estas latitudes, era sólo interrumpido por el graznido de las aves.
De pronto, nos alejamos del sendero y salimos a un camino de ripio. Antes de poder acomodarme en el despejado ambiente, una impresionante vista panorámica se apoderó de mis sentidos. El esplendor del valle del río Azul, con toda su magnificencia, y sus brillantes colores, se encargó de dejar boquiabiertos a turistas y guía.
Desde este punto apreciamos al serpenteante río de aguas transparentes hasta su desembocadura en el lago Puelo, los cerros Tres Picos, Motoco y Lindo, y bien sobre el Oeste apreciamos el Cordón Nevado, en el límite con el vecino país, Chile.
El perfil de la naturaleza
Con paso cansino continuamos la marcha. La respiración de los animales nos hizo percibir su cansancio y por ello acordamos realizar el último tramo a pie, llevando a los equinos por las riendas. ¡Es un placer poder disfrutar de esta pródiga naturaleza que se manifiesta en estado puro!
Dejamos las yeguas atadas en un palenque y continuamos la caminata por un angosto sendero de cornisa. El dramatismo del paisaje es sobrecogedor. Sentir el vacío en nuestros pies es una experiencia alucinante.
Al fin llegamos hasta la Cabeza del Indio, una extraña formación de granito y laja, con una dimensión aproximada de veinte metros. Por capricho de la naturaleza, fue esculpida por el viento y el agua, adquiriendo la apariencia de un rostro humano, con la boca entreabierta.
“En ocasiones, este sitio era utilizado por descendientes de mapuches para celebrar algunas de sus ceremonias” –explica Miguel en refencia a la atípica conformación pétrea.
Luego de fotografiar aquella escultura natural y de disfrutar de la vista, que en parte se perdía en el horizonte, volvimos por el mismo sendero a buscar nuestros caballos. Ya era tiempo de regresar.
El camino de vuelta fue tan especial como el de ida. El tiempo de la cabalgata fue el justo y necesario como para dejarse encantar por la belleza paisajística de la región. Con el aditivo extra de la Cabeza del Indio, alcancé a comprender que era uno de los íconos más significativos de la comarca andina de El Bolsón.