Una vez que nos encontramos dentro del parque provincial Moconá, todos los caminos conducen al mismo sitio para buscar la experiencia que nos han contado o vimos en fotografías y que la mayoría quiere vivir en carne propia: la navegación hasta los famosos saltos.
El guía nos cuenta que la navegación no alcanza ni la media hora de duración, pero que nos permite vivir una experiencia única. Se trata de un río que literalmente cae de costado sobre otro, y la mejor manera de “entenderlo” es desde el agua misma, navegando río arriba para luego dejarnos derivar e introducirnos dentro de las caídas de agua.
Esto se logra cuando el río se encuentra bajo, cuando se genera un desnivel que puede llegar hasta los 10 metros de altura y que permite apreciar las caídas de agua, algo que no se logra ver cuando el río está crecido y todo se transforma en una gran masa de agua.
Para realizar los paseos se construyó una plataforma flotante que permite amarrar los gomones semirrígidos y embarcar a los visitantes hasta esta singular aventura. Los turistas llegan por un sendero hasta ella y allí un grupo de guías da comienzo al paseo, una vez que se contrata la excursión.
En tierra firme, mientras nos colocamos los salvavidas, todos recibimos una clase introductoria de lo que vamos a ver y las medidas de seguridad que debemos tener en cuenta para que nadie resulte accidentado o que el grupo viva un mal momento.
Podemos sacar fotos, filmar y gritar de emoción cuantas veces queramos, pero lo que no podemos hacer es pararnos, saltar al agua (aunque parezca calmo, el río Uruguay en esta parte tiene hasta 150 metros de profundidad) o comportarnos incorrectamente.
Una vez que salimos del embarcadero, nos encontramos con una gran piedra que sale a superficie en el medio del río y que obviamente es esquivada por la embarcación.
Esta piedra recibe el nombre de Piedra Bugre y guarda parte de la historia de los guaraníes y otras tribus aborígenes, que se pararon o sentaron en ella para “filosofar” en el medio del río sobre los problemas que los inquietaban.
La navegación continúa y los saltos comienzan a divisarse a lo lejos por la espuma que trae el río. El semirrígido comienza a pegarse a la pared de rocas y agua que se encuentra a la izquierda río arriba, y desde la embarcación arranca el espectáculo: los saltos son perfectos y entre distintas grietas inmemoriales que guardan estas piedras el agua corre limpia, rápida.
Cuando el guía maniobra el motor y por momentos pareciera detener su marcha, con un envión el semirrígido introduce su nariz, lenta, muy lentamente dentro de la caída de agua, y todos guardan silencio.
Un spray inconfundible, que solo se vive en otras cataratas de esta provincia (las de Iguazú) se apodera de la escena y moja nuestras caras, nuestra ropa y el lente de nuestras cámaras de fotos y filmadoras.
No importa, a la Naturaleza todo le está permitido. La sensación de paz que trasmiten estos saltos es única y vale la pena hacer los kilómetros que sean necesarios para vivir la experiencia.
Una y otra vez encaramos cada salto, cada caída de agua. Y siempre salimos ganadores, felices, vivaces. Luego de minutos que se vuelven interminables, comenzamos a regresar al embarcadero con las mismas fotos que alguna vez nos hicieron elegir este lugar como destino.
Ya nada será igual.
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