Visitamos la hermosa Villavicencio y sus aguas mineralizadas. El recorrido incluyó una visita al viejo hotel Villavicencio y sus alrededores, a los que se accede por el camino de los Caracoles, una ruta bellísima.
Eran apenas las 8 de la mañana cuando nos avisaron desde la recepción del hotel que Julieta, la guía de la empresa Kahuak, nos estaba esperando en la puerta para realizar la excursión a la Reserva Natural Villavicencio, ubicada a unos 60 kilómetros de la capital de Mendoza.
En los primeros kilómetros se recorre gran parte del centro del departamento de Las Heras. Allí estuvo instalada la primera fábrica de Villavicencio, la empresa mendocina famosa por su producción de agua mineral.
Observamos que en ciertas esquinas aún se encuentran antiguas bocas de expendio en las que, años atrás, los mendocinos llenaban sus baldes de agua en forma gratuita.
Dejamos atrás la ciudad e ingresamos en la antigua ruta 7 –hoy, provincial 52– que conduce hacia Chile. El camino tiene una mística especial, que uno siente con elocuencia al pasar por el Monumento Canota, sitio en el que el general José de San Martín decidió partir en dos su ejército para atacar el país trasandino.
La primera sección, a cargo del general Juan Las Heras, cruzó los Andes por el sur, mientras que San Martín comandó la columna más importante, que atravesaría la cordillera por San Juan.
La escenografía cambió rapidamente. El desierto comenzaba a transformarse en una zona boscosa con muchos tonos verdes. También cambió nuestro paso, ya que ingresamos en la precordillera y sus quebradas. No había dudas: estábamos dentro de la Reserva Natural Villavicencio.
Se trata de un espacio de 70 mil hectáreas ubicado entre cerros que van desde los 900 hasta los 3.200 metros de altura. La reserva, declarada como tal en el año 2000, presenta una increíble variedad de flora y fauna, reproducidos en gigantografías dentro de la oficina del guardaparques. De hecho, casi a modo de muestra viviente, nuestro paseo es saludado en reiteradas ocasiones por numerosos guanacos.
El viaje continúa por caminos de cornisa, antiguos senderos construidos a pie por los indios huarpes y por los incas, asiduos transeúntes de la cordillera de los Andes.
De esta forma, alcanzamos el mirador Los Caracoles, que se encuentra a 2.200 metros y permite apreciar las montañas, sus senderos, vegetación y, allí abajo, las tejas del Hotel Villavicencio, hacia donde nos dirigimos, previa y obligada foto panorámica.
Hotel, dulce hotel
En el descenso del mirador, encontramos el Hotel Villavicencio, que abrió sus puertas en 1940 y las cerró en 1978, y al que las familias acomodadas del país y del extranjero acudían para pasar una temporada y disfrutar de las aguas termales y sus propiedades curativas.
Para reservar una habitación en el hotel, había que llamar hasta con un año de anticipación. Allí se alojó el seleccionado de Alemania para disputar el mundial que se jugó en Argentina.
La construcción conserva intactos su fachada, galerías y balcones. En uno de sus jardines una manguera le regala a los visitantes agua que desciende directamente de la alta montaña. Por supuesto, nadie se resiste a beber el cristalino líquido. Luego, caminamos por un pequeño sendero cuesta arriba hacia una capilla que servía para que los residentes del hotel celebraran misa cada domingo.
Claro que, como en toda gran excursión, el momento del relax no puede faltar. Para ello, tenemos una parada obligada. El sitio en el que antaño se elaboraban todas las comidas para los moradores del hotel se ha convertido en un bar de campo que ofrece –como no podía ser de otra forma– los mejores vinos mendocinos y la especialidad de la casa: unos sándwiches imperdibles de jamón crudo.
Luego de un almuerzo campestre regado con un Malbec, nuestro contingente emprendió la vuelta a la capital mendocina. Nuevamente tomamos la vieja ruta que conducía a Chile, ahora en la dirección contraria.
Nuestra guía nos pidió que volviéramos nuestras cabezas hacia la reserva que, de a poco, dejábamos atrás. Un cielo gris plomizo se apoderó de las cumbres de los cerros y Julieta, nuestra guía, sin dudar nos advirtió que en la reserva, como sucede la mayoría de las tardes, estaba lloviendo.