Llegamos a una meseta solitaria y sin indicios de vegetación en la que las aves son la única compañÃa constante. Descubrimos que aun asà tenÃa muchos secretos para aportarnos.

Un enigmático paredón se levantaba frente a la
Villa El Chocón. Fue sencillo encontrar a Sergio Mangin y ponernos de acuerdo para realizar el cruce hasta allÃ. Cargamos nuestra mochila con lo imprescindible para realizar un picnic al llegar a destino. El lago Ramos MexÃa estaba “planchado†y se veÃa inmenso a nuestros ojos en el momento de embarcar en la bahÃa Boca del Sapo. Un enorme canobote preparado para transportar diez pasajeros nos estaba esperando y uno a uno fuimos subiendo y ocupando un asiento.
Comienzo de la aventura Sin conocer aún al resto del pasaje, estábamos ansiosos por la travesÃa que se presentaba con buen tiempo y sin vientos. Sentimos que el bote deslizaba su “panza†suavemente por la arena y partimos. Las casas de la costa se veÃan más altas sobre las rocas escarpadas y de vetas rojizas. Lentamente fueron desapareciendo de nuestra vista y nos pareció que la única zona de playa era la que nos sirvió de salida. El antiguo faro y el rumor del pueblo fueron quedando atrás. Como si fuera una fotografÃa panorámica, observamos los coloridos cerros que contienen el valle. A ras del agua, las rocas mostraban las marcas de las alturas cambiantes que sufre constantemente el lago.

Antes de efectuar el cruce, conocimos la zona de Los Acantilados. Altas rocas amarronadas, muy socavadas por los vientos y el agua, mostraban en su superficie vegetación de estepa. Estábamos en presencia del Valle de los Dinosaurios y del bosque petrificado, que albergaron otras formas de vida sobre la tierra alrededor de 100 millones de años atrás. Lejana, se divisaba la represa de la central eléctrica productora de la energÃa vital para muchas ciudades argentinas. Entonces, el canobote puso proa a Los Gigantes mientras el motor nos hacÃa escuchar sus caballos de fuerza. El lago Ramos MexÃa ocupó toda nuestra visión y, en algún momento, quedamos en silencio con el motor apagado para sentir esa inmensidad con más detenimiento. ¡Excelente idea! No fue necesario hacer los 24 kilómetros que tiene de ancho el lago, ya que nuestro punto de llegada estaba a tan solo 9 kilómetros. SentÃamos el viento sobre la cara y era imposible intentar una conversación.
Todo a nuestro alcance “Esas mesetas arcillosas que vemos al frente formaron parte del mismo macizo de la costa desde donde partimos. Un quiebre hace millones de años dejó este valle ancho, que luego fue inundado por la construcción de la represaâ€, nos informó Sergio. Recién cuando estábamos muy cerca nos dimos cuenta de que el gran paredón estaba acompañado de varios islotes rocosos. Las olas se enredaban a su alrededor y la espuma del agua se elevaba ante nuestra vista.

Dimos vuelta a unas rocas y allà apareció mágicamente una playa de arena, en la cual bajamos con nuestros bolsos. Disfrutamos la sensación de estar nuevamente sobre tierra firma y todos juntos nos dispusimos a realizar nuestra merienda. El sol se hacÃa sentir y los mismos paredones nos dieron sombra. “¡Qué lugar elegiste, Sergio!â€, fue el comentario. Allà nuestro guÃa contestó consultas sobre la forma de vida de este pueblo de dinosaurios y su propia actividad. Supimos cómo medir el viento con sólo mirar el horizonte o el vuelo de los jotes, aves que planean cuando las corrientes de aire lo permiten. Nos contó que el rÃo Limay es un corredor de migración de aves.

Recién cuando volvimos al bote descubrimos desde lejos los agujeros, las salientes y la parte alta aplanada del paredón. Inmensurable, nos hizo sentir Ãnfimos a su lado. El regreso lo realizamos a mayor velocidad y ya acostumbrados a la coloración del horizonte y del agua.
La serenidad del atardecer Poco a poco Ãbamos viendo nuevamente las bardas rojizas y el comienzo del Cañadón Escondido, al que se llega tanto por agua como por tierra. Las luces de la última hora de la tarde hacÃan ver sus diferentes salientes, huecos y balcones con un atractivo especial. Nuestra salida iba llegando a su fin y sentimos que Sergio nos habÃa transmitido parte de su pasión por la actividad náutica. Deportista olÃmpico y amante del medio ambiente, confesó que vive cada salida en lancha como única. Contemplamos el vuelo rasante de un biguá, ave de lÃneas estilizadas que pasó sobre nuestras cabezas en total silencio. Señal de adiós a nuestra tarde de sol, agua y nuevas experiencias que recordarÃamos mucho tiempo.
