La logística del ascenso tiene prevista algunas acciones imprescindibles en cuanto al clima, indumentaria, equipo de montaña y caminos a recorrer por las escarpadas laderas volcánicas.
Vencer el recorrido desde la base hasta la cumbre del volcán Lanín es un desafío que muchos deportistas desean llevar a cabo alguna vez en su vida. En Junín de los Andes se dan las circunstancias para concretar esa experiencia inolvidable. Si bien sus pendientes son empinadas y el desnivel mucho, la mayor dificultad se presenta en cuanto a las previsiones a tener en relación con vientos y visibilidad.
Varios amigos nos entrenamos con esmero para realizar la subida a esta cima cordillerana imponente.
Al arribar a la localidad contactamos la agencia para chequear el equipo personal; la salida se hizo dos días después, muy temprano por la mañana. El transfer nos llevó hasta la base del Lanín, a 1.200 m.s.n.m., donde es imprescindible el registro de personas y elementos de montaña en Parques Nacionales, antes del ascenso.
Expectantes por el comienzo de la marcha, acomodamos bien las mochilas y arrancamos. El grupo lo encabezó Juan Pablo Navarro como jefe de la expedición con varios de sus ayudantes. Encolumnados y a paso lento encaramos el sendero marcado, como midiendo las fuerzas y evitando pisar el terreno lateral por su inestabilidad. Fuimos dejando atrás el bosque, el arenal del glaciar, la espina de pescado y los caracoles, amenizados por paradas para descansar, acomodarnos y hacer que el grupo se mantuviera compacto. La indicación más escuchada en todo el camino fue que no dejáramos de hidratarnos.
La buena onda acompañó cada sector del recorrido y nos fuimos integrando cada vez más entre todos, especialmente cuando el cansancio parecía ganarnos. Los paisajes fueron variando y al inicio la geografía argentina ganaba espacio con la presencia de la Laguna Verde y el lago Tromen. Después, los cerros Peineta y Colmillo y el volcán Llaima, todos chilenos, aparecieron ante nosotros. A los 2.000 metros de altitud cruzamos unos manchones de nieve helada que los guías tallaron con sus botas para darles forma de escalón y que no resbaláramos.
Una hora después arribábamos a los domos, nuestros dormitorios en la montaña. Acogedores y seguros, esos refugios nos permitieron descansar del día intenso y prepararnos para la segunda jornada. El almuerzo nos pareció exquisito y se vivió cierta algarabía por lo logrado. A esta altura, Juan era para todos “el Gallego” y otros también recibieron motes de acuerdo con lo surgido durante la escalada. Antes de irnos a dormir hicimos ejercicios sobre nieve sólida para probar los grampones y piquetas y permitir su mejor uso al día siguiente. Unas pocas horas de reposo nos mostraron cuánto se había esforzado nuestro cuerpo y los dolores acumulados.
Antes de la salida del sol, desayunamos, dejamos los domos y, con linterna en mano y muy abrigados, emprendimos el trayecto más esperado y dificultoso. El amanecer se fue preparando de a poco hasta que a los 3.000 metros de altura el sol era todo para nosotros: algo irrepetible y mágico. El área de “penitentes” se hizo lento pero nos despertó de golpe del letargo en el que habíamos caído. Subir, bajar y sortear esas formaciones heladas llevó un buen rato y muchas energías.
Sabíamos que faltaba poco y encaramos la canaleta y el hombro de los 3.500; finalmente, pisamos la cumbre. El cansancio físico y el frío intenso solo nos permitieron quedarnos unos minutos, lo suficiente para honrar esta montaña gigante y nuestra entrega deportiva. Sobre sus 3.776 metros de altura observamos todo el cordón andino y fue la recompensa a tantas horas de dedicación puesta en esta aventura tan deseada. Nos unimos en un abrazo cálido y amistoso entre todos con la emoción apretando la garganta.