Los tours de vino ya son un clásico de Mendoza. Turistas locales y extranjeros se acercan a la provincia para deleitarse con los sabores y fragancias de esta bebida. Las bodegas abren sus puertas y develan sus secretos.
Mendoza es sinónimo de vino. Del mejor vino. Por eso, una visita a la provincia nos permite conocer de primera mano cómo es la producción de esta bebida, sagrada y profana, codiciada siempre por todas las culturas y clases sociales.
A pocos kilómetros de la capital –sobre la zona de Luján de Cuyo– se encuentran varias de las bodegas más importantes del país. Casi todas ofrecen visitas a los turistas; la empresa de turismo Kahuak nos pasó a buscar por Lodge Vistalba, donde estábamos hospedados, para recorrer alguna de ellas.
Nuestra primera parada es en la muy coqueta Carmine Granata. El nombre de esta bodega es el del italiano que fundó el establecimiento hacia mediados del siglo XX. Actualmente, sus descendientes cuentan con viñedos propios y continúan elaborando vinos finos de la variedad malbec, pinot negro y semillón, en un 85% exportados a Estados Unidos, México, Inglaterra y Dinamarca.
La visita comienza con las máquinas en las que se depositan los racimos mientras la guía de Carmine nos explica en qué consiste la diferencia de elaboración que requieren los vinos blancos y tintos. “Cepas”, “taninos”, “fermentación” son conceptos que adquieren nuevos sentidos a medida que nos internamos en los pasillos de la bodega.
Luego, descendemos a los túneles donde se encuentran las piletas que albergan durante meses los vinos para lograr el punto exacto de fermentación. El siguiente paso son las cavas, sitio en el que la bebida, en botellas o barricas, se estaciona y mezcla con la madera y el oxígeno (entre seis meses y dos años) para explotar así toda la gama de aromas primarios, secundarios y terciarios que posee el vino.
Por supuesto que la visita se corona con la degustación de diferentes variedades, que se realiza en un salón (donde años atrás funcionaba una pileta en la que se acumulaba vino durante varios meses) ambientado con madera y luces cálidas.
El tour continúa por las bodegas Vinisterra y Baudrón, también ubicadas en la zona de Luján de Cuyo.
En la primera nos recibe Juan, el simpático e histriónico guía del establecimiento que, apenas nos ve ingresar en el muy moderno edificio, nos invita a sentarnos alrededor de unas mesas altas para degustar primero un fino chardonnay y luego un corpulento cabernet sauvignon.
Juan encabeza el recorrido por esta bodega cuya principal premisa es que la producción vitivinícola tenga la menor intervención tecnológica posible. Una vez seleccionadas las uvas, caen sobre tanques de acero inoxidable, donde se produce la fermentación. Luego de varias semanas, el proceso continúa en roble francés y americano, donde posteriormente se añeja el vino a temperaturas adecuadas para, por fin, ser embotellado y finalizar su reposo.
Baudrón, por su parte, es una bodega industrial fundada en 1940 por una familia inmigrante de italianos y franceses que exporta su producción a diversos países, como Holanda, Rusia, Panamá y Venezuela.
Esta bodega posee, en el este de la provincia, sus propios viñedos desde los cuales las uvas llegan al establecimiento, previa intervención de expertos que las seleccionan, para ser transformadas en las diferentes variedades de tintos y blancos.
La mesa servida
La excursión continúa en Casa de Cano, un antigua estancia de estilo colonial en la que nos espera el almuerzo de “cinco pasos”. Rodeados de árboles, ingresamos al predio por una larga pérgola cubierta de uvas que hace las veces de pasillo interno y que conduce a las diferentes salas dispuestas para los visitantes.
A nuestro grupo le corresponde un salón para doce personas, el más grande. Es que Casa de Cano también dispone de espacios para almuerzos y cenas con grupos más pequeños e, incluso, para veladas íntimas.
Nuestra mesa está cubierta por una enorme variedad de fiambres, quesos, cebollas al malbec y exquisitos sabores campestres. Si bien la suculenta entrada alcanza para saciar el hambre, se trata solo del comienzo. Inmediatamente después del “primer paso”, es el turno de unas empanadas cocidas en horno de barro. Mientras almorzamos, Diego, el joven camarero, está atento para mantener llenas las copas con un inmejorable vino malbec.
Llegan luego las cazuelas de arroz con carne y, más tarde, los imperdibles spaghetti a la bolognesa. Para los que aún se animan, una copa helada de cremas y dulce de leche es el colofón de un almuerzo que corona una excursión que indiscutiblemente representa un festival hasta para los paladares más exigentes.