En busca de sensaciones diferentes, la náutica a vela conecta con las expresiones de la naturaleza: el placer de la brisa en la cara y la adrenalina de sus vientos.
En San Martín de los Andes, el lago Lácar es anfitrión de diversas formas de travesía. Cuando las embarcaciones a vela surcan sus aguas, el espectáculo de su velamen a merced de las corrientes de aire es majestuoso y atrapa visualmente.
Decidimos realizar una salida y experimentar nuestras propias impresiones. Una vez a bordo del velero de Manuel Benzi, piloto experimentado, nos pusimos a sus órdenes y partimos. En seguida tomamos conciencia de la complejidad de su manejo.
Del muelle de la costanera salimos a motor por un corto trecho para permitir un desplazamiento más rápido. Mientras veíamos cómo se alejaba la playa, era otro también el enfoque del entorno: los márgenes montañosos y la Ruta de los 7 Lagos parecían envolvernos.
Entonces Manuel se puso en acción moviéndose de un sector al otro, rápido, seguro, para que se liberaran las velas y que no quedara un cabo flojo o suelto. Cuando la mayor estuvo bien “cazada”, la vimos ondear con un sonido muy particular mientras comenzaba su trabajo. Luego izó la Genoa, la de proa, y el barco quedó listo para enfrentar la punta del Bandurrias, desde donde el viento del oeste marcaría el rumbo. Por unos instantes el silencio imperó a nuestro alrededor.
Encontramos otros veleros en la bahía y con ellos Manuel mantuvo diálogos amistosos, como parte de una cofradía donde todos comparten la pasión por el mismo deporte. Primar, cazar, escota, enrachar, filar fueron términos técnicos que aplicó Manolo en cada una de las maniobras que realizaba.
Al virar en la punta del cerro, los vientos nos mostraron su fuerza y determinación. La calma chicha cambió por ráfagas más intensas y también la decisión de Manolo de actuar en consecuencia. Nos tranquilizaron sus palabras de que los “veleristas” navegan bajo cualquier condición natural. Dejamos lo más libre posible los espacios por donde debía moverse para aflojar o tensar los cabos a barlovento o a sotavento.
Comenzamos a “bordear” el lago, haciendo zetas para aprovechar mejor el viento imperante. En cada maniobra de virado estábamos atentos al paso de la vela mayor por encima de nuestras cabezas. De a poco veíamos cómo el espejo de agua se oscurecía por la presencia de un oleaje suave: señal de un cambio de intensidad de “cuarta”.
Durante la travesía, todos los sonidos se relacionaban entre sí: el desplazamiento en el agua, el correr de los cabos por sus carriles, el chasquido de las velas por imperio del viento o cambio de posición. Impactan y resultan demandantes y muestran la otra cara de la navegación. La maestría del capitán se pone en juego y el trabajo de mantener el control se hace más azaroso.
Emoción, viento enrachado y luego una calma momentánea. Cuando el velero se escoraba, el agua jugaba con la borda y con nosotros. “Anduve poco a caballo pero siento mi barco como un ser vivo que se mueve debajo de mis piernas”, nos dice Manolo entusiasmado por su tarea de conductor del Bilkisnerr.
Regatista y acostumbrado a mares, ríos y lagos, nos devolvió al muelle como habíamos salido. Pero algo había cambiado en nosotros. Tuvimos ocasión de ver de cerca cómo un navegante se las ingenia para conducir su velero bajo cualquier circunstancia y hacer que sus pasajeros se sientan seguros y confiados.