Por sus callejas de polvo y piedra, como diría Serrat, Cachi se muestra a los viajeros que se acercan a descubrir su riqueza arqueológica y cultural.
Habíamos llegado arrastrando todo el polvo de la 40, desde Colomé hasta Cachi, en una noche que prometía ser estrellada. Por suerte Erick, de la hostería Sol del Valle, más conocida como la hostería del A.C.A., nos recibió con una cálida bienvenida.
Luego de reponernos del viaje, aceptamos la sugerencia del chef y probamos un sabroso conejo al vino tinto que rematamos con un sabayón al oporto, toque final para dar por terminada la jornada, felices. Cachi nos esperaba a la mañana siguiente.
Situada al oeste de la provincia de Salta, recostada a los pies del Nevado de Cachi, con 6.720 metros de altura, su valle guarda la riqueza del pasado indígena.
Cerca de las 9 de la mañana, desayunamos en la galería abierta que da al parque, un gran balcón al caserío cacheño. Como son los tranquilos poblados del norte, la historia y las raíces culturales se descubren al vagar por sus callecitas, sus casas de adobe, las vereditas angostas y siempre soleadas.
Con esta premisa, dejamos el confortable rincón de la hostería para volver al camino y recorrer Cachi.
Enigmática Cachi
Su nombre es un misterio. Podría atribuirse al término quechua “sal” o a la lengua kakana de los diaguitas donde kak significa “peñón” y chi, “silencio, soledad”. Fueron estos indígenas los que primero se asentaron alrededor del Nevado, desarrollaron su economía en torno a los cultivos y proyectaron ingeniosos sistemas de riego que luego copiaron los españoles.
Después de la Conquista, los jesuitas habían fundado varias misiones en el valle y cuando se repartieron las tierras de las encomiendas en el año 1673, las correspondientes a Cachi fueron a parar a manos de doña Margarita de Chávez. Pasado 1719, el dueño del terreno, Felipe de Aramburu, dio origen a la Hacienda de Cachi, la finca que por años encerró al pueblo en su interior, organizando todo su crecimiento.
Caminamos por la calle Bustamante para desandar lo que hoy se conoce como el pueblo viejo que guarda las construcciones de esta etapa colonial, sus calles empedradas y de tierra con canales de riego a los costados. Aquello que recibe el nombre de pueblo nuevo también era terreno de la hacienda, que por el año 1946 fue expropiado y loteado. En esas 10 hectáreas de tierra que lindaban con el antiguo asentamiento, se construyeron el hospital, la escuela y la comisaría.
La plaza principal 9 de Julio data del siglo XIX y está rodeada por senderos de adoquín y casas con bases de piedra, blanqueadas sus paredes a cal y arena, con techos de cardón o caña, cubiertas de barro y rejas de hierro forjado.
A un costado, la iglesia San José, que además de sus tareas religiosas cumplía con la función de consolidar el uso de la lengua hispana en los productores de la finca. Declarada monumento histórico nacional en 1945, está hecha a base de canto rodado con anchas paredes de adobe y una espadaña en su frente coronada con tres campanas propias del siglo XVIII.
En su interior, la nave de 35 metros de largo con dos capillas transversales termina en arcos pintados de blanco sobre los que se apoyan tablas de cardón. Allí se resguarda la imagen del patrono del pueblo, San José, entre otros santos.
A mano derecha del templo, el Museo Arqueológico ocupa una antigua casa del año 1920, con una galería neogótica que forma una recova. Organizado por un grupo de arqueólogos en la década del ’70, el museo cuenta con más de 5000 piezas que testimonian las organizaciones sociales previas a la colonización, respaldada por numerosas excavaciones científicas que se realizaron en la zona.
Repensando nuestra historia, volvimos a las altas veredas de piedra y laja. A la tranquila mañana de un pueblo que se debate entre el pasado silencioso y un presente cada vez más poblado de viajeros y visitantes.