Cerro de Oro, pueblo en estado puro

Cerro de Oro está separada por unos pocos minutos de trayecto en auto de Villa de Merlo. Hacia allí fuimos y mientras dejábamos atrás los complejos turísticos, iban apareciendo de a poco la vegetación natural y la tranquilidad del campo.

Al llegar a Cerro de Oro, charlamos con un vecino que nos orientó para conocer el monasterio y algunos talleres de artesanos mientras una bandada de ruidosas cotorras parecían anunciar nuestra llegada. En las copas de los árboles se veían grandes nidos construidos con palitos y plumas.

Tomamos por un angosto camino de tierra hacia el monasterio de Belén, un lugar apartado de meditación donde viven las monjas de una orden francesa de clausura. Al enfrentar la enorme puerta de ingreso, percibimos el magnetismo del lugar. Allí, al pie del cerro y con una leve brisa que movía el césped, seguimos el camino de piedra que nos llevaría al santuario.

Acompañados por el perfume de las plantas, llegamos al templo que recortaba su sencilla figura sobre una vista completa del valle y del Comechingones. Adentro, los rudimentarios bancos y el altar de madera componían un conjunto conmovedor solo interrumpido por la luz natural y la de unas velas encendidas junto a la figura de la virgen, a quien la comunidad le solicita su ayuda cotidianamente.

Es un lugar de recogimiento que ofrece misas y maitines en fechas especiales, cuando las monjas acompañan al sacerdote en coro. Se ubican al costado del altar, resguardadas por los separadores de los sillones para mantenerse ocultas.

Luego nos dirigimos a la sala de venta de artesanías, donde se ofrecen piezas con motivos religiosos realizadas por las mismas monjas con piedra reconstituida de excelente calidad y terminación.

Regresamos hacia el centro de Cerro de Oro para ubicar un conocido alfarero que nos abrió las puertas de su casa para mostrar su habilidad con la arcilla. Salvador Bratosevich y Moira Valdebenito son un matrimonio, viven hace varios años en Cerro de Oro y forman parte del Circuito Artesanal de los Comechingones.

El perfume de hierbas aromáticas nos llevó hasta el taller donde Moira nos reveló el proceso de encontrar la arcilla en la zona, hidratarla, tamizarla y secarla hasta conseguir la consistencia adecuada para su amasado.

Las manos son indispensables para dar la forma definitiva a cada una de las piezas de alfarería utilitaria. Se secan al aire, se les aplican las asas y tapas y se las bruñe antes de ir al horno de leña.

Nos llevamos, además, otra enseñanza. Se le dice alfarero a quien toma la tierra del lugar, la prepara y la hornea con fuego logrando los colores de la zona. En cambio, el ceramista recibe la arcilla, la forma y la hornea en un horno eléctrico, con lo que las tonalidades que se obtienen no son las locales.

Entre ollas, cuencos y sartenes, Moira tomó una pieza que utiliza para tocar percusión y nos dedicó un momento único con ritmos de origen africano. La palma de la mano y sus nudillos sobre el cuenco de barro nos acercaron a las ceremonias de conexión con la tierra que suelen realizarse como medio de sanación y respeto.

Así, cuando ya había anochecido, partimos de regreso hacia el centro de Merlo dejando atrás “la montaña santa”, como se conoce a los alrededores de Cerro de Oro que, a partir de su sencillez y el mágico entorno, logró impactar nuestros sentidos.