Muchas de las especies que se encuentran en el recorrido son autóctonas; otras, llegadas de otras tierras, han sabido adecuarse al clima, suelo y evolución de la vida urbana.
En San Martín de los Andes, todo se mide y se vive en función de una aptitud natural, que es capaz de mutar varias veces en el año y mostrar mil caras distintas. La floración de primavera y verano estalla con sus mejores pétalos, perfumes y colorido en las estaciones en que todos, locales y visitantes, permanecemos más tiempo al aire libre.
Al recorrer el Parque Nacional, sentimos en la piel el frío húmedo característico de las zonas boscosas, que alterna con el clima más seco de la estepa. Eso mismo sucede con árboles y plantas, por lo que obtienen diferentes desarrollos.
En oportunidad de tomar los caminos internos que bordean las laderas montañosas, nos sorprendimos ante un espectáculo fantástico: un extenso sector poblado de arbustos pequeños de flores muy vistosas de un color rojo fuego. Supimos luego que era el notro, también conocido como “fosforito” por el formato de su hermosa flor. Se esconde detrás de la vegetación baja y también elige los planos abierto y soleados.
Lo mismo sucede con la floración de las retamas que, con su amarillo intenso que cubre los costados de las rutas, anuncia un tiempo más templado.
Cuando las tardes nos encontraron en las playas lacustres, estuvimos rodeados de algunos matorrales con pinches conocidos como “berberis”, y que incluyen al calafate y el michay. Sus flores son de tono amarillento y el fruto, color azul oscuro, es comestible. Dice el refrán popular que quien lo prueba, regresa a San Martín.
No es ningún secreto que cuando florecen los primeros “chochos” o lupinos se hace imprescindible tomar la Ruta de los 7 Lagos. En muchos de sus tramos, y especialmente al pasar por lago Hermoso, aparece esta especie silvestre de mil colores que aparenta acompañar las curvas del camino meciéndose con el viento. Predominan los azules intensos pero también observamos rosados y color lavanda. Luego, los encontramos en la ornamentación de los jardines.
Una vez en el centro de la ciudad, notamos que las veredas lucían rosales que a través de los años se han constituido en una característica muy apreciada. Además, otras flores autóctonas o introducidas, gracias a los nutrientes generosos de la tierra, nos mostraron su mejor porte.
A lo largo de los años los pobladores gustaron adornar sus jardines, ventanas, canteros y pasillos con variedad de especies florales adaptadas al medio. A partir de la costumbre de una época anterior de elegir los mejores parques, perdura el empeño por su arreglo cuidado.
Existe un pedido tácito a quienes visitan la ciudad: por favor, no cortar los pimpollos de la calle y permitir que se luzcan y otros puedan disfrutarlos. En la planta viven mucho más que cuando se los arranca y forman parte del entorno que todos venimos a encontrar.