Visitamos el Hotel de Inmigrantes, hoy convertido en museo, por el que pasó, entre 1911 y 1920, casi el 40 por ciento de los inmigrantes que llegaron para poblar la Argentina y armar un nuevo hogar.
Las paredes de lo que hoy es el Museo de la Inmigración vieron pasar innumerables personas que, en busca de un futuro mejor, dejaron sus pueblos y sus familias y encontraron en este complejo de construcciones en el puerto mismo de Buenos Aires un primer techo, un plato de comida y un centro de atenciones (por cinco días) como paso hacia la nueva vida que los esperaba en la Argentina.
Directo de los barcos
Hay un viejo dicho que dice que los argentinos descienden de los barcos. Para bien o para mal, esto es innegable y los números lo confirman: entre 1869 y 1895 la población de Argentina se duplicó gracias a la inmigración.
Para nosotros como para una gran mayoría de argentinos, visitar el Museo de la Inmigración tenía, entonces, un significado especial. Este museo, albergado en lo que fue el Hotel de Inmigrantes, no solo guarda el registro de los miles de personas que pasaron por él para entrar al país, sino que es un homenaje para todas y cada una de aquellas personas que dejaron su tierra para encontrar un futuro.
El Hotel de Inmigrantes fue la última construcción inaugurada de un complejo de edificios que el gobierno nacional mandó levantar en el puerto de Buenos Aires para responder a las necesidades de las desbordantes oleadas de inmigrantes.
Completaban el complejo el Desembarcadero, Oficina de Trabajo y un Hospital que contaba con los equipos más modernos de la época. En 1911 asistió a la inauguración del Hotel el entonces presidente Dr. Roque Sáenz Peña.
El Hotel, un hormiguero
El Hotel de Inmigrantes, donde hoy funciona el museo, es un edificio de cuatro pisos que fue diseñado para albergar a 4.000 personas. En los tres pisos superiores estaban los dormitorios, que contaban con camas de hierro y cuero crudo y baños provistos de agua caliente y fría.
En la planta baja estaba el comedor, en el que se comía de a turnos de hasta 1.000 personas por vez. Aquí se servía desayuno, almuerzo, merienda y cena, y contaba con cocina, panadería, carnicería, biblioteca y un sector destinado a talleres. Hoy, solo se puede acceder a la planta baja del edificio, donde está armada la muestra.
Podemos imaginar las historias de hombres y mujeres que pasaron por ese mismo lugar que estábamos visitando; los carteles y gigantografías distribuidas por el museo nos aportaron datos y testimonios, así como un recorrido por la política inmigratoria argentina.
Detrás de pequeñas vitrinas y a través de algunos módulos pudimos observar verdaderos restos de ese pasado no tan lejano: las valijas que traían los que llegaban, sus ropas, objetos personales, incluso una selección de documentos de viaje auténticos.
La marca del paso: los registros
Hay una última reliquia que guarda este museo y que fue ubicada en una sala especial: los libros de registro de aduanas en los que se anotaron los nombres de las personas que ingrasaban y algunos de sus datos. Pudimos apreciar tres de esos libros que, dentro de una vitrina, se exhiben al público.
Pero la sorpresa viene de mano de la tecnología. El Centro de Estudios Migratorios Latinoamericanos se encuentra en proceso de pasar los datos de las actas de inmigración a sistemas de computadoras. Si bien ciertos registros se han perdido, son cada vez más los datos con los que cuenta el centro y por una pequeña contribución cualquiera puede acercarse al mostrador que se encuentra dentro del museo y pedir que se busquen los datos de un antepasado. Se puede llegar a saber en qué fecha, barco y con cuál oficio ingresó al país.
De esta forma, la visita a un museo puede terminar como un acontecimiento muy personal.