Ya no hay que viajar expresamente a buscar la caja de alfajores favoritos. Ahora ella llega hasta cada rincón del mar para acompañar nuestros días de descanso.
Desde tiempos coloniales los argentinos se han acostumbrado a deleitar su paladar con un alfajor y pareciera que en vacaciones esa necesidad se acentúa. Acompaña un desayuno, la media mañana o tarde en la playa y la merienda de los más chicos.
Con un alfajor en mano, una vez que lo despejamos de su envoltura, tenemos a la vista una de las delicias habituales con estructuras similares pero con características propias. El primer mordisco nos acerca a su masa esponjosa o neutra, al grosor de la capa de dulce de leche y a esa sensación particular de reconocerlo.
¿Cómo se arma un alfajor? Se compone de dos galletas rellenas con dulce de leche, envueltas con chocolate cobertura, glaseado o azucarado blanco. Los de fécula de maíz se asemejan a lo que nos hizo la abuela o mamá en forma casera cuando éramos chicos.
En la costa atlántica existen establecimientos afamados con sucursales en cada uno de los balnearios. También están los pequeños fabricantes que en cada playa disputan el favor de quienes se tientan con las cosas dulces. Los primeros, ante el éxito obtenido, debieron montar salas de fabricación enormes y luego transportar esas delicias hasta cada rincón playero. Así, emprendimientos pequeños compiten con aquellos que tienen años en el mercado.
El alfajor es parte de los gustos que nos solemos dar en vacaciones y de los “permitidos” en la dieta diaria. Havanna, Amalfi, Balcarce o Casita del Bosque son los más pedidos y afamados.
Existe desde siempre una costumbre bien argentina: la de regresar de las vacaciones con varias cajas de alfajores que obsequiamos a nuestros amigos y parientes como recuerdo del lugar en que hemos estado. Así valoramos la variedad de etiquetas y gustos con que nos deleitan los fabricantes de alfajores.