Uno de los museos con más tradición de la Argentina está dedicado a revivir la historia natural a través de salas y actividades accesibles para todos.
Es uno de los museos más tradicionales y también uno de los más antiguos de Buenos Aires: fuimos a visitar el Museo Argentino de Ciencias Naturales en Parque Centenario. Una tarde de sol, caminando normalmente por la ciudad, entramos sin más en el pasado remoto: de una avenida de la capital directo al pasado geológico, el origen de la vida, los dinosaurios y todo lo que nos rodea hoy.
Preparado para difundir y hacer accesibles los conocimientos que la ciencia ha descubierto acerca del pasado de nuestro planeta y de la vida que se ha desarrollado sobre él, este museo abre sus puertas a personas de todas las edades.
El Museo Argentino de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia asume el nombre de este prócer argentino porque fue él quien inspiró el proyecto que llevó a que en 1812 el Primer Triunvirato invitara a las provincias a reunir materiales para formar la colección de un museo de historia natural. El proyecto de este museo, entonces, nació casi al mismo tiempo que el país.
Por supuesto, el museo debió crecer y viajar mucho antes de llegar a su forma actual. La iniciativa se concretó recién en 1823, de mano de Rivadavia, quien por entonces era ministro. Después de ocupar sedes en el convento de Santo Domingo, en la Manzana de las Luces y en la plazoleta Monserrat, se mudó a su sede actual y definitiva en 1937.
El edificio que ocupa hoy el museo fue construido específicamente para alojarlo. Su decoración presenta detalles basados en la flora y fauna local. Los búhos que flanquean las ventanas del primer piso representan la sabiduría.
Apenas entramos, la primera sala que vemos es la de Geología. Encontramos desde fragmentos de rocas y cristales hasta maquetas de los sistemas montañosos del país, vitrinas llenas de información y verdaderos meteoritos que cayeron sobre suelo argentino. Al fondo está el Planetario, que se puede visitar con una entrada aparte.
Después de atravesar el Acuario (en el que se ven distintos ejemplares vivos) y la sala dedicada a la vida marina, llegamos a la sala de Malacología (la rama de la ciencia dedicada a los moluscos). Finalmente, visitamos la sala de Paleontología.
Esta es sin dudas la sala más atractiva de este nivel y la que más llamará la atención del visitante. Con sus techos altos y grandes ventanales, es el espacio ideal para ver desplegados en todo su esplendor los esqueletos de dinosaurios. Herbívoros, carnívoros, acuáticos y terrestres, casi podemos verlos caminar entre nosotros y estirar sus largos cuellos. También en esta sala hay un rincón en el que los más chicos pueden jugar a excavar sus propios fósiles.
Una última sala antes de subir al segundo piso está dedicada a ejemplares originales de mamíferos fósiles que habitaron el territorio de nuestro país.
El segundo piso todavía guarda muchas secciones: artrópodos, el mundo de las plantas, anfibios y reptiles, mamíferos actuales, historia del museo, sonidos de la naturaleza, osteología comparada. Hay mucho para descubrir y aprender.
Resulta interesante ver cómo el personal del museo se ha preocupado por lograr que los conocimientos científicos sean algo no solo accesible, sino interesante y con lo que nos relacionamos de forma directa. No se trata únicamente de las reconstrucciones de esqueletos (una imagen muy impactante) o de las vitrinas llenas de información o los paneles con los sonidos de la naturaleza que uno puede ir descubriendo y reconociendo. Todo está puesto para que comprendamos que la ciencia no es algo abstracto o aislado de nosotros. Con la ciencia podemos conocer, explorar y entender el mundo que nos rodea, el mundo de todos los días, todas las maravillas que muchas veces pasamos por alto.
Visitar el Museo de Ciencias Naturales significa descubrir mucho más que un museo.