Un viaje en 4x4 que nos permitió ver la ciudad de El Calafate de una manera distinta, para apreciar su verdadera magnitud.
Dejando atrás la civilización, nos subimos a un vehículo 4x4 que nos condujo cuesta arriba por un camino sinuoso. Era la hora de la siesta y la ciudad de los glaciares estaba silenciosa y tranquila, el momento perfecto para irnos de excursión.
Marchamos por caminos que rara vez son transitados por vehículos motorizados, fuimos en dirección al Balcón del Calafate, conocido como el mirador por excelencia para obtener una vista imborrable.
Despacio pero firme, avanzamos con dirección oeste. El conductor activó la doble tracción del vehículo para seguir ascendiendo por un escenario espectacular, antiguamente fondo glaciario y marino. Nos fuimos acercando cada vez más a la cima del cerro Huyliche.
A medida que ascendíamos, el paisaje nos iba robando la atención y varias de sus cualidades nos inquietaron, como la presencia de rocas dispersas por todo el territorio. “Son bloques erráticos y formaciones sedimentarias de más de 80 millones de años”. La distancia en el tiempo es impresionante.
El vehículo continuó avanzando; por la ventana la vista panorámica era increíble; alcanzamos a comprender la verdadera dimensión del lago Argentino y sus correspondientes brazos norte y sur. El marco del viento patagónico peinando la estepa nos provocó la necesidad de parar y caminar por ese suelo inquieto, donde la marea de pastizales espinosos fluye hacia un mismo lado.
No tardamos en llegar a destino, el viento soplaba fuerte pero de todas formas bajamos. Es imposible quedarse en el vehículo con semejante vista allá afuera.
La panorámica era inmensa, pudimos observar la naciente del glaciar Perito Moreno y los puntiagudos picos de los cerros Chaltén y Torre. Sobre la derecha, veíamos fluir el río Santa Cruz que, luego de recorrer más de 300 kilómetros, desemboca en el océano Atlántico. Abajo, la tranquila ciudad de El Calafate parecía diminuta.
Un visitante inesperado vino hacia nosotros, volando a nuestro alrededor con sus alas desplegadas. Con vuelo audaz se deslizó desde el firmamento vacío, nos regaló unos pocos minutos de su admirable presencia y luego se marchó.
Nos vimos obligados a volver a la camioneta. El viento, soberano de estos suelos, comenzó a soplar cada vez más fuerte. De regreso, el viaje de vuelta era tan entretenido como el de ida. Por el descenso alcanzamos una inclinación de 30° y el vértigo se apoderó de nosotros.
Naturalmente, una vez en suelo firme nos sentimos más cómodos que dentro de aquella camioneta cuesta abajo. Descansamos del viento saboreando unos deliciosos mates y charlamos sobre la experiencia vivida, una manera distinta de ver El Calafate, esa diminuta ciudad que de pequeña no tiene nada.