Antes de ser pasado, el pasado fue presente. Antes de entrar en los libros, fue la vida de la gente que vivía y trabajaba. El Museo Nacional Ferroviario nos permite ver, conocer, explorar y tocar los objetos que componían ese mundo que se parece al nuestro, pero ya no existe.
El encanto de los rieles
Los trenes fueron y siguen siendo un invento fundamental para nuestras vidas. Aunque la red ferroviaria de Argentina ya no es lo que era, aunque muchos ahora eligen viajar en auto, colectivo o avión, el tren todavía mueve gente de un lugar al otro. Pero, con más de 150 años de historia, los trenes no son como eran antes.
Lo que alguna vez fue la tecnología de punta hoy nos remite a un pasado que nos parece romántico, lejano, misterioso. No hace falta ser un enamorado de los trenes para disfrutar de los detalles, los engranajes enormes y las pequeñas piezas que se apilan, despliegan y superponen en el Museo Nacional Ferroviario Raúl Scalabrini Ortiz, en Retiro.
El depósito de la historia
La llegada del ferrocarril fue un cambio fundamental para la Argentina: los rieles permitieron llevar gente y sobre todo llevar mercancía de una punta a la otra del país. Ya en 1857 se inauguró la primera línea del país, que con un tramo de 10 kilómetros unía la estación del Parque (donde hoy se encuentra el Teatro Colón) con la estación La Floresta (donde hoy está la plaza Flores).
Cuando uno entra el Museo Nacional Ferroviario, la impresión es un poco caótica: las exhibiciones se organizan más por temas que por cronología y se acumulan en diferentes niveles, sobre paredes y en los rincones, en el piso y en las mesas. Aunque cuenta con algunos carteles que ofrecen información sobre las piezas que se muestran, lo fascinante de este museo no es lo que permite entender de la historia sino la enorme generosidad de su material.
Toda esa historia de locomotoras que se movían de un lado al otro fue dejando detrás de sí máquinas, vagones, estaciones, rieles, relojes, lo que parece una serie infinita de aparatos y muebles que hacían a la comodidas o a la fuerza del tren.
Las sorpresas de todos los días
Recorrer los salones del museo, con sus escaleras, puertas y pasillos que nos llevan de un rincón a otro, es como caminar entre los restos de lo que el paso del tiempo fue dejando atrás. Hay algo en ese orden que puede parecer arbitrario, en esa gran acumulación de objetos, en el crujir de las tablas del piso que nos envuelve de a poco.
Entre las plantas y los colores brillantes, uno termina casi agradeciendo que este museo, tan importante pero a la vez casi secreto, no se vea tan organizado y pulcro como otros. Lo que ofrece el museo Raúl Scalabrini Ortiz no es un paseo bien diseñado y fácil de recorrer, su tesoro es todo ese patrimonio de objetos y detalles, grandes locomotoras y bancos de madera, que en su momento tantas personas usaban probablemente sin prestarles atención y que hoy podemos recorrer a nuestro gusto y capricho, dispuestos a que cualquier cosa nos robe la atención.
La historia, esa de la que hablan los libros y que explican los carteles, alguna vez estuvo compuesta por todos estos objetos que hoy están en un museo y que cuando uno camina entre ellos todavía parecen vibrar: un asiento doble de segunda clase, un auto de vía para trocha angosta, una válvula rectificadora de alta tensión, un torno, un carro de bombero, un ventilador o un inodoro. Todo fue parte de la vida de quienes estuvieron antes que nosotros.