Con la llegada del verano, los mismos recuerdos e imágenes se repetían. Los fuertes vientos soplaban. La arena volaba llevada por el viento. Y la mayoría de las veces, ni siquiera el viento sabía hacia dónde.
Con mi padre y mi hermano, agachábamos la cabeza y corríamos hacia los primeros escalones del muelle de madera gastada. A medida que subíamos, la sal del mar se respiraba con mayor intensidad, mezclada con la arena.
Del viejo bar, refugio de pescadores durante los temporales, todavía colgaban fotos de pescas increíbles, que pertenecían a años gloriosos, por variedad y abundancia. Todos los que transitábamos el muelle sabíamos que se trataba de otras épocas que, aunque la realidad dijera que eran irrepetibles, nuestra fe de pescadores afirmaba lo contrario.
El muelle, el mar, todo estaba como entonces. E incluso don Carlos. Ahora jubilado, pero no de la pesca, permanecía aún en la boletería, cobrando entrada como lo había hecho siempre: un peso la caña y dos pesos el mediomundo. Y se pagaba con gusto, porque ya hablar con él significaba abrir un libro viviente de anécdotas, de vivencias, de pescados y pescadores increíbles. Y como si todo esto fuera poco, no había nadie que preparara la carnada como él.
Así, luego de nuestro "Buenas noches", y del "Buena pesca" con voz ronca que recibíamos en respuesta, llegábamos al sector de las cañas. Mientras tanto, nuestros ojos miraban la orilla que iba quedando atrás, las primeras olas y las primeras canaletas, hasta que el mar se transformaba en una gran masa de agua de color oscuro que las viejas lámparas amarillas y blancas apenas podían iluminar.
Los mediomundos sacaban solamente camarones y cornalitos. Y corría el rumor que a la tarde, a eso de las tres, cuando los turistas se estaban bañando, una señora había sacado una lisa de casi dos kilogramos.
Lo primero que mirábamos antes de comenzar a pescar era si alguien había sacado algún pez grande, una corvina o un tiburón. El muelle comenzaba a llenarse. Por un lado, estaban los que venían siempre y se agrupaban formando una especie de tribu impenetrable. Pero también estaban los que recién empezaban y lanzaban sus líneas con miedo a enredar a los experimentados y recibir por esto algún reproche.
Y ante el silencio general, porque el silencio sí era un código compartido por todos, alguno de los reels comenzaba a "chillar" y la caña arqueaba su punta acusando pique. Rápidamente, su dueño comenzaba a manipularla para tratar de enganchar al pez. Y todos opinaban si era un chucho, una corvina rubia o algún tiburón perdido. Los más negativos hablaban de enganche. Y ya no importaba el pez que venía del otro lado de la línea, porque seguro habría en el mar uno más grande, que en cualquier momento podía ser capturado.
Y siempre, antes de que amaneciera por completo, dejábamos el muelle. Caminando entre los pocos pescadores que seguían a la espera, escuchábamos, en el sector de los mediomundos, que el rumor de la lisa de la señora ya pesaba más de cuatro kilos...
Del norte al sur de nuestra querida Argentina, la costa atlántica atesora innumerables pesqueros y una variedad de especies que resulta excelente para satisfacer los deseos de los más exigentes pescadores deportivos del mundo.