No está escrito en ningún libro pero, como tantas de las verdades que tiene la vida, se sabe que hay que pescar un dorado para "recibirse" de pescador. Desde tiempos inmemoriales, este gran pez ha sido objeto de admiración. Y toda la cuenca del río Paraná, con su color de león, sus camalotes, sus grandes piedras y su fuerte correntada, es uno de los paraísos naturales donde habita.
Los primeros aborígenes lo usaban de alimento, aunque antes rendían culto al dios del oro, ya que creían que su existencia se trataba de un favor divino. Incluso los conquistadores españoles quedaron fascinados por su belleza y voracidad, algo que no era común en los peces europeos.
Su fuerte personalidad, su gran tamaño y su indiscutible belleza lo transforman en meta obligada en cada uno de los pequeños pueblos y ciudades que se ubican a la vera del río. La recorrida para encontrarlo abarca el delta entrerriano, los esteros del Iberá, el alto Paraná correntino y misionero, el limpio y transparente río Uruguay, la tranquilidad profunda de los ríos Paraguay y Pilcomayo, y el torrente inagotable del hermoso río Bermejo.
Incluso la literatura se encargó, con el paso del tiempo, de dejar documentada su existencia. Escritores como Horacio Quiroga lo describieron de manera perfecta en su libro Cuentos de la Selva. El genial e inolvidable Haroldo Conti cuenta de manera brillante en Sudeste, la diferencia entre los dos tipos de dorados existentes. Y finalmente Roberto Zapico Antuña, quizás el primer pescador-escritor de los años '60 y '70, le dedicó un libro que lamentablemente nunca más volvió a editarse, llamado El Dorado.
Las tradicionales fiestas del dorado, tanto en la famosa localidad correntina de Paso de la Patria como en la localidad entrerriana de La Paz, resultan ideales para conocer y entender el fanatismo y la pasión que despierta en pescadores de todo el mundo este fabuloso pez.
En ambos concursos, ya comenzó a practicarse el lema de captura y devolución, que nació para frenar el avance de la disminución no sólo de los portes del dorado sino también de su cantidad. Las viejas gancheras repletas de dorados son desde ahora parte de un pasado que no debemos volver a repetir. La nueva práctica de devolver el pez al agua comienza a sumar cada vez más adeptos. Se trata de una verdadera cortesía por parte del pescador, que así puede disfrutar del deporte sin terminar con la vida de su compañero de aventuras, uno de los peces más hermosos del planeta que, junto al surubí, posee la cuenca del Plata. Pero esa ya es otra historia...
La provincia de Corrientes atesora una leyenda que durante siglos contaron los guaraníes más sabios.
Una noche, los grandes dioses comunicaron al jefe Inca que debía apurarse a esconder el tesoro más importante que tuviera su imperio. Pero él mismo debía darse cuenta cuál era, antes de perderlo por completo.
Al amanecer, el gran Inca comunicó a todos la decisión de esconder la fórmula que convertía los metales en oro. La difícil tarea quedó en manos de los dos caciques más honestos del imperio, llamados Paraná y Uruguay. Debían viajar lo más lejos posible hasta descubrir un gran mar donde el sol se elevara del agua. Llevaban sólo dos cajas de madera selladas, en cuyo interior se hallaba el líquido mágico.
Caminaron durante días y meses sin hallar el lugar buscado. Cansados de andar en riachos y arroyos, y de atravesar grandes ríos, un día llegaron hasta una isla donde decidieron terminar el recorrido.
La leyenda cuenta que ambos abrieron sus cajas y arrojaron el líquido al mar que tenían enfrente. Fue en ese momento cuando las aguas comenzaron a enturbiarse y se volvieron doradas, y todos sus peces comenzaron a tomar el color del oro, al igual que lo hacían los metales.
Al ver tanta belleza, ambos se arrojaron al agua para atraparlos, pero la corriente se los llevó río abajo con mucha fuerza. Mientras se ahogaban, cada uno gritó el nombre del otro y ambos lograron escucharse, separados sólo por un gran monte.
En ese momento, mientras la corriente los llevaba río abajo, una voz les habló y les dijo que su gran jefe inca se había equivocado y que el tesoro más valioso que tenía que haber salvado era su pueblo y no su oro.
Y así, como un gesto de agradecimiento, los dioses convirtieron a Paraná y Uruguay en dos grandes mares de agua donde, a partir de entonces, sale y se guarda todos los días el sol. Y fue allí cuando los dioses impusieron a los hombres una única regla: cuidar para siempre a los peces dorados.